Mis huesos sedientos se pulverizan, al compás de un toqueteo de trompeta que proviene del segundo piso.
Ya no cantas, ya no comes, ya no hablas, ya no sonríes, ya no haces absolutamente nada con la naturalidad que le merece ¿Son acaso estos los primeros síntomas de la insatisfacción? ¿Insatisfacción? Prefiero llamarle asfixia, porque no te permite tomar aliento con impulso, diría yo que las pocas veces que lo logro, el hedor de la esperanza se me vuelve a subir por poquitos al hipotálamo.
Me recuerdo bajo la luz de un poste enclenque, de alumbrar intermitente y chillido callado en el fondo, con la cabeza entre las piernas y un maldito libro que no supero, ¿Pueden las letras ser más mortales, que el suicidio permitido en un párrafo? Yo me muevo a un lado.
Me siento halada, detestablemente atada e inmersa en el suspiro incontenible del triste canto de un mendigo satisfecho, en la calle veintitrés.
Y ni hablar de cuando me decían que todo iría bien. ¡Destructiva forma de necesitar! ¿Necesitar? Si, necesitar. Hasta el deseo más elocuente, ¿Digo acaso elocuente? Solo deseo, es eso.
Mi historia, esa que se espera relate mil y treinta y dos cosas que aparentemente pueden completarme, llenarme, alegrarme y los armes que se puedan armar con la terminación arme que solo se burla, a carcajadas, de mi.
Esa historia, que todos tienen, que por partes revelan y por gusto desconocen, esa es la que escribo a las tres de la mañana sentada en el sillón que me congela la espalda desnuda.
Diré que no poseo más que una estatura decente, aveces alcanzo los libros en el estante y la proporción de mis brazos me facilitan el rascarme la columna en el cine. No leo, pero hago el intento. Es que cuando se me pasan las letritas por la frente solo balbuceo, ¿Quién puede leer así?
Comienzo el día con una galleta de leche y un jugo de caja con preservativos y esas cosas que se inventan para protegerlo a uno de ni mierdita.
Sea un virus de paquete o una mueca de vejestorio, a todos se nos cobra por pretender que estamos vivos.
Trabajo en un local de llamadas.
Veo mucha gente, todos los días y escucho a menudo las conversaciones gritadas de las parejas, esos que se la pasan aullando por dinero, son más soportables que las gelatinas repugnantes que se confiesan (incomprensible si uno es así) estupideces.
Almuerzo cuando me da hambre, pero insisto que ya ni eso me da. Me dan son ganas de evaporarme.
Diviso las paredes del local, aplasto los mosquitos y ahí se quedan abstractos e insolubles en el muro. Estudié periodismo y con calificaciones exageradamente buenas, me gradué como la nunca reportera.
Perdí un hijo, desaparecí dos. Aveces se revuelca mi útero, como si un cuarto deseara pegarse una volada.
Tengo cuatro estrías como rosaditas bajo los senos y manchas en la pierna izquierda. Por lo demás, se me puede considerar un buen partido, pero eso ya no importa esta noche.
Si me devuelvo a una canción de vino y café, me puedo inmolar con completo cinismo.
"Regáleme un minuto". Le daría tiempo a quien me lo pidiese, pero no tengo, el tiempo me tiene, suelo confundirme y creer que nos tenemos, pero a la final solo puedo cortar la llamada de un calvo grotesco.
Esta noche, con el bombeo irregular de mi existencialismo, en este sillón, con mi pelo húmedo, he decidido encender la radio en la estación sin número, para de nuevo tomar el teléfono y colgar cuando conteste mi gelatina, para decirle que olvidó las llaves y pagarme diez minutos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario