lunes, 9 de diciembre de 2013

Parásito III (experimento): El aguijón y la silla vegetal.

http://beccj.deviantart.com/art/Dream-World-186880252
No conozco tiempos sin soluciones tétricas, ni compases bien llevados con un taladro.
Es o no, son tres y uno. No son nada con aspiraciones de grandeza . Pero les creen.
Él se perdió y preguntaron porqués, maldijeron y lloraron, mientras esa música  les quitaba el aliento.
Sin fin, sin gloria, sin motivo y sin orgullo es fácil acceder al desconocimiento de este juego.
Apareció a eso de la una, con migraña y deseos de comer sin respirar. Procuraba (y eso si que lo noté enseguida) mantener los dientes grandes y hermosos expuestos para todo el público, a pesar de que su cabello le cubría la mitad del rostro.
En tiempos de vals hasta el abuelo hace un intento por no pasar a ser polvo de estante, pero el llamado era convocado por la simple razón de quedar de pie, después que el resto se alcoholizara al punto de la amnesia blanca.
Ahora, es bien sabido que los caballeros idolatran de buena manera los deseos impulsados por las vísceras, (piel deliciosa oculta), deseos que se alojan bajo la falda de una invitada ovular y que pican como agujas en las uñas de los pies.
Es fácil dar por hecho que la noche se involucra con los pelos de los gatos en espacios semi-vacíos, pero no sucede a las horas de aparentes y modernas secciones de radio en el patio.
Ni el mismísimo Carroll imaginaría fiestas de té tan decadentes; era mirar a cada esquina con la no tan ansiosa sorpresa de encontrar secreciones corporales de todo tipo.
Regresando al personaje que se nos esfuma, suelo recordar que tenía la lengüeta del zapato bailoteando en sentido contrario.
Paso tras paso, las suelas del susodicho fueron desdibujándose y ante el resplandor confuso de los reflectores, pudo estabilizarse frente a uno de ellos, intacto y en un estado de lucidez nocturna que sólo podría compararse con los delirios de búho.
Sin más preámbulo, las cabezas asentían con el sonsonete clásico y esa multitud que se asemejaba a las larvas de algún panal de moscas, con las pieles estiradísimas y sin remordimientos, fueron hincando sus tobillos y los gritos con aliento a ron enfermaron el aire.
Nadie dio mucha importancia a aquel acontecimiento. Nadie exceptuando a éste, su narrador.
La invitada ovular, en una carcajada a unisono con sus acompañantes señaló al personaje e hizo una anotación torpe sobre la ropa que lucía. Los ojos voltearon y el caucho de sus labios se dilató a reventar: era toda una composición merecedora de cincel, oda a la hipocresía y la desfachatez.
Sin más remedio, nuestro protagonista llevó a cabo su movida antes del anuncio de las campanas: congelados ya los segundos, los estruendos provocados por los siete disparos fueron inaudibles y la sangre abrió su paso, con zancadas fuertes y un gran escándalo.
Tirados en el piso, los invitados sucumbieron ante la respiración acelerada del tipo y la satisfacción en sus lágrimas. Con el gran cierre de la función, el hombre huyó de la escena, con calma, amenazante.
Si me pregunta, no, nadie se inmutó para atraparlo. El miedo caló profundamente en los asistentes.
La bella invitada ovular, yacía en el piso sin señales de corriente sanguínea o algo que la mantuviese atada a este mundo, pero fue la pronta acción de los no tan inútiles acompañantes la que evitó su completa muerte. Una familia desconsolada por su no-pérdida, asumió los restos de la que algún día fue protagonista de orgullos mal dirigidos y fantasías incorrectas.
Al principio, el ritual iniciaba temprano: desde apartarle la cabeza de la almohada, hasta acomodarle los pies de nuevo, cuando cayera la noche.
Desmoronados uno a uno, fueron desapareciendo aquellos que actuaban por mantener su imagen de buenos samaritanos.
Al cabo de unos meses, sólo eran su madre, su padre y su hermano, los que lidiaban con el peso de sus cabellos rubios e inconscientes.
Fue un Martes, cuando llegué y ofrecí mis manos para aliviar un poco el malestar de aquella familia. El panorama podía haberse descrito con una melodía carcelaria, elaborada para esa mujer encadenada en su celda.
Debido a que ofrecí mi servicio sin esperar más que posada y algo de comida y consecuente a mis conocimientos en enfermería, no hubo resistencia para que pronto me hiciera cargo.
Pasábamos un buen tiempo. La peinaba cuando el sol no quería pasar escondido y sus rayos sin clemencia buscaban nucas abandonadas para calentar. Era mi trabajo no dejarlo escabullirse.
Jugaba con ella al silencio e intentaba atrapar su atención con historias, siempre sin poetas o algo ridículo. En la noche, me despedía con un beso en su frente y la promesa de volver a verle la mañana siguiente. Comprobaba que sus párpados estuviesen bien cerrados y perezosos.
¿Qué más se le puede pedir a la vida que despertar junto a una mujer así y despedirse con la emoción de volverla a ver cada mañana?
Estimado lector o lectora, yo no hice más que presenciar una obra maestra, construida desde el más bajo, oscuro y placentero de los deseos humanos: el ser amado.
No me juzgue usted, ni acuse con nadie. Confieso que mi mayor miedo se esconde tras las pupilas de ésa dama ovular y la improbable posibilidad de que algún día despierte y me señale con terror, como el hombre que alguna vez le disparó.

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